Me había dejado y su tan repentina partida me había
dolido hasta la médula y más allá de mis doscientos seis huesos…
Le conté todo con una sonrisa de oreja a oreja,
pensando que íbamos a ser increíblemente felices. Me equivoqué.
Me pregunto a mí misma, ¿qué hago ahora? Me dejó de tal manera, sin señales de vida, una
carta… algo que pudiera sacarme la duda.
Le había contado que tenía un bebé suyo dentro de mí.
En mi útero, y lo quería. Sólo me tapó la boca y me llevó a su casa, me dejó
ahí y nunca más lo vi.
Lo extraño, pero también lo odio. ¿Cómo pudo haberme
dejado así? Una explicación podría haberme bastado por más dolorosa que fuese.
No era un dolor dulce, era totalmente ácido y me tocó saborearlo. Parecía no
tener fin.
Desde aquel día jamás volví a tocar una obra literaria
o un instrumento musical. Tampoco escuchaba música, nuestra música, la que
tanto nos unía en cierto sentido.
Todo tenía la capacidad de recordarme a él, a sus
profundos ojos marrones.
La lluvia caía en la espesa oscuridad nocturna, daba
contra mi ventana y contra mi techo, aquel ruido… también me recordaba a él.
Empecé a acariciarme, como si aquel calor le estuviera
llegando a mi hijo o hija. No me atrevo a decir nuestro por cómo me dejó. Ahora
era mío y estaba en mis manos, no podía sufrir tanto porque eso no sólo me
afectaba a mí, sino a él o a ella.
Estaba débil en todos los sentidos; era una adolescente
con la mirada perdida, sin destino, sin sueños…
Meses después, ella llegó y me hizo más fuerte. Pero, ¿quién me lo sacaba de la cabeza a él?
No hay comentarios:
Publicar un comentario